Suelo desplazarme en moto, utilizando esas pequeñas 'vespas verdes' que se alquilan desde el móvil. Pero… el día estaba lluvioso y, aunque esto no suele disuadirme, iba lejos y existía la posibilidad de que la lluvia arreciara más tarde, así que decidí tomar el metro. Descendí en una de esas magníficas estaciones de altos techos abovedados y revestidas de azulejos que cuentan épicas historias de otros tiempos, una estación de las más antiguas de Barcelona. Me gustó; por un momento me sentí transportado a otros tiempos.
No era hora punta; nunca cojo el metro en horas punta. No había esa multitud que se esfuerza por entrar los primeros en el vagón para conseguir un asiento o al menos una pared donde apoyarse durante el trayecto. No estaba lleno, pero había gente esperando en el andén: unas veintipico personas repartidas entre los dos lados de la estación.
Me fijé en ellas y noté algo extraño: todas estaban cabizbajas. Me pregunté si tendrían alguna afección cervical o si estarían deprimidas... ¡no sé!
Pero…, ¿todas ellas estaban cabizbajas?
Me entretuve en contarlas, eran 26.
—. Pues sí, ¡todas!
Las 26 mantenían la cabeza inclinada sobre el pecho, como en un compungido acto de arrepentimiento y contrición en el confesionario.
Nadie miraba a nadie. Nadie observaba los carteles, los anuncios, el andén de enfrente o los magníficos azulejos de los felices años veinte. Nadie escuchaba el silencio, el eco del túnel, el murmullo de la ciudad bajo tierra. Nadie estaba realmente ahí.
Curioso e intrigado, me acerqué a una de ellas.
—¡Nooo!, grité para mis adentros.
¡Estaba mirando el móvil!
Entonces me di cuenta: todos —absolutamente todos— estaban mirando su móvil. El andén entero parecía sumido en una especie de trance colectivo, donde solo existían las pantallas y los pulgares deslizándose por el cristal en busca de... respuestas a mensajes que nunca llegan, validaciones en forma de corazones rojos, noticias que se actualizan al ritmo de la ansiedad, rostros sonrientes en fotografías ajenas... o promesas de conexiones que, paradójicamente, nos desconectan del presente compartido.
no se trata de rechazar las pantallas ni de añorar un pasado imposible, sino de elegir cómo habitar el presente
—¡Uff!
—¡Vaya palo!
No me quiero poner nostálgico ni daros la paliza, pero hemos de recordar que hubo un tiempo en que la espera en el metro era un momento de pensamientos sueltos, de miradas al vacío. Un tiempo en el que se hojeaba un periódico, se leía un libro, o simplemente se observaba el ir y venir de la gente, cada uno inmerso en su particular y único universo.
—¿Cómo hemos llegado hasta esta realidad de cabezas inclinadas, espaldas encorvadas y mentes bloqueadas, en la que parece que no podemos vivir sin una pantalla delante?
Mientras observaba a esas veintiséis personas absortas en sus pantallas, decidí hacer un pequeño experimento: saqué mi propio móvil, pero en lugar de perderme en él, lo usé para tomar una foto de los azulejos que tanto me habían gustado. Luego, me acerqué a un joven que estaba a mi lado, con los auriculares puestos y la mirada perdida en su pantalla.
—Disculpa —dije, mostrando mi móvil con la foto—, ¿has visto lo bonitos que son estos azulejos? Parece que cuentan una historia de hace cien años.
no son las pantallas las que nos desconectan, sino el olvido de que seguimos siendo humanos, con la capacidad de mirar, escuchar y conectar, con o sin ellas
Levantó la vista, primero algo airado, luego sorprendido, y por fin sonrió tímidamente. —Pues no, no me había fijado —respondió, quitándose un auricular (el de mi lado). Miró hacia arriba y, por un instante, sus ojos se iluminaron al recorrer los detalles de la bóveda. —Tiene razón, qué pasada, son preciosos. Gracias por enseñármelos.
Apenas fue una conversación de segundos, pero algo cambió. Guardó su móvil en el bolsillo y se quedó mirando el andén, como si lo viera por primera vez. No sé si duraría, pero en ese momento, el trance se rompió, al menos para uno de ellos. El metro llegó, subimos, y aunque el vagón iba repleto de cabezas inclinadas, yo me sentí distinto. Había encontrado un equilibrio: usar la tecnología no para aislarme, sino para compartir algo del mundo que me rodeaba.
Bajé en mi parada con una idea clara: no se trata de rechazar las pantallas ni de añorar un pasado imposible, sino de elegir cómo habitar el presente. Un pequeño gesto, una mirada alzada, una palabra compartida, pueden devolvernos al aquí y al ahora. Porque, al final, no son las pantallas las que nos desconectan, sino el olvido de que seguimos siendo humanos, con la capacidad de mirar, escuchar y conectar, con o sin ellas.
Tomás Cascante