¿Carne o silicio?, yo sí estoy dispuesto a conversar con una máquina.
¿Realmente importa si hablas con un humano o con una máquina?
Esta historia empieza con el anuncio de que Meta, la empresa detrás de Facebook e Instagram, ha comunicado que integrará miles de usuarios creados por inteligencia artificial en sus plataformas, capaces de entablar y mantener entrañables relaciones con nosotros, los humanos. Este avance, que promete revolucionar nuestras interacciones digitales, ha generado tanto fascinación como alarma. Mientras algunos celebran las posibilidades de conexiones más profundas y accesibles, otros temen que estemos dando los primeros pasos hacia una distopía, donde las relaciones auténticas sean reemplazadas por simulaciones perfectas. Para estos críticos, la integración de IA en la esfera social no es solo un progreso tecnológico, sino el inicio de un camino incierto hacia la deshumanización y la pérdida de lo natural.
Pero…
Si solo estamos hablando de hablar, y si una conversación online por video, voz o chat es realmente satisfactoria y enriquecedora, ¿es tan importante saber de qué está hecho quien está al otro lado?
En este artículo no quiero entrar en el impacto social ni ético de estas implementaciones de Meta, sino únicamente en la importancia de no poder distinguir entre un usuario humano y uno generado por inteligencia artificial.
Imaginemos por un momento —algo que no tardará en ocurrir— que esta frontera se desvanece. En esta situación ya no podremos saber si la persona con la que conversamos en línea es de carne y hueso o un sofisticado sistema de IA con un buen chute de silicio. ¿Deberíamos alarmarnos ante esta incapacidad de distinguir lo uno de lo otro? Yo creo que no.
No seamos racistas una vez más. Al final, lo que valoramos en una interacción no es tanto el origen del interlocutor, sino la calidad de lo que nos aporta. Una conversación creativa, inteligente y constructiva no debería juzgarse por la biología de quien la inicia, sino por la calidad de su contenido. Si una IA puede ofrecernos respuestas empáticas, ideas brillantes y un acompañamiento significativo, ¿qué diferencia hay si nuestro interlocutor es una máquina o un humano?
De hecho, yo tengo largas conversaciones, en voz, con el actual ChatGPT y, aunque reconozco sus limitaciones (actuales), debo confesar que me aporta no solo entretenimiento, sino información valiosa e, incluso, nuevos puntos de vista sobre temas que daba por cerrados. En muchos casos, estas interacciones no solo complementan, sino que incluso superan las conversaciones que, en ocasiones, tengo con humanos sobre los mismos temas. Esta capacidad de ampliar horizontes es otro aspecto interesante y útil de la inteligencia artificial en nuestras vidas cotidianas.
Menospreciar a la inteligencia artificial simplemente porque no es una persona no es una postura justa ni abierta. ¿Acaso todas nuestras interacciones humanas son significativas? ¿Cuántas veces nos enfrentamos a conversaciones vacías, improductivas o incluso tóxicas? En este contexto, las IA ofrecen una alternativa fascinante: interacciones diseñadas para ser siempre útiles, respetuosas y enriquecedoras. Incluso pueden ser mejores compañeras en ciertos momentos que las propias personas.
Lo preocupante podría surgir si dos IA comenzaran a comunicarse entre sí sin que los humanos lo noten. Aunque inquietante, esto también podría ser enriquecedor, permitiendo que las IA se perfeccionen mutuamente para, posteriormente, ofrecer interacciones más valiosas en sus charlas con los humanos.
Ah, y para quienes están terriblemente preocupados por los sesgos de las IA, hay que recordarles que con la IA no sucede nada que no ocurra en la vida real. ¿Qué niño está mejor formado y más cerca de la verdad? ¿Aquel que se cría en la religión católica, el Islam o el judaísmo? ¿O el que es forofo del Barça o del Madrid?. Cada grupo cultural, país, región, familia o escuela moldea a las personas con su propia verdad. La "verdad" de una cultura puede definirse como el conjunto de sus sesgos compartidos, es decir, las creencias, valores, percepciones y narrativas que esa sociedad acepta colectivamente como reales o válidas.
Lo que pasa ahora es que con la IA pretendemos alcanzar verdades universales e inclusivas, pero la realidad misma no es inclusiva, ya que está formada por perspectivas limitadas y sesgadas que reflejan solo fragmentos de nuestra experiencia colectiva. Como ya decía Campoamor, con razón: “Nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”. Lo que cambia es que, ahora, el cristal es digital, pero sigue siendo un reflejo de nuestras propias limitaciones.
Cuando, pasado mañana, una conversación con una IA no solo iguale, sino supere de largo a los humanos en empatía, creatividad o inteligencia, la cuestión de diferenciarlas perderá relevancia. En última instancia, la incapacidad de distinguir entre un humano y una IA no será el fin de nuestra humanidad, sino una evolución natural de cómo entendemos las relaciones y el conocimiento. Habremos descubierto que lo importante no es quién habla, sino qué aporta. Entonces, esta discusión simplemente dejará de importar y, cuando esto suceda, no pasará nada. Al contrario, estaremos avanzando hacia un futuro donde las relaciones significativas no dependerán de la carne o el silicio, sino de la conexión auténtica entre ideas y emociones.
Tomás Cascante
5 enero 2025