El apagón que nos pilló en pelotas – Un nuevo lunes 28 negro
Un colapso energético masivo en la Península Ibérica pone de manifiesto, casi un siglo después del crack del 29, la inquietante fragilidad de nuestros sistemas esenciales
Hace casi un siglo, el lunes 28 de octubre de 1929, la Bolsa de Nueva York se desplomó. En cuestión de horas, el mundo entró en recesión, y el pánico y el caos se extendieron por el globo.
Este pasado lunes 28 de abril de 2025, no fue la Bolsa, sino la red eléctrica de España y Portugal la que colapsó. Y si bien no provocó un pánico masivo, sí nos dio un susto mayúsculo, no sin consecuencias. Más allá de las personales, que fueron muchas y muy diversas, las pérdidas económicas del suceso se estiman en aproximadamente 1.600 millones de euros, según la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE).
Dos lunes 28, dos colapsos muy distintos, pero con una misma sensación de fragilidad recorriendo las venas del sistema.
Todos lo sabíamos. Todos estábamos advertidos. Desde Bruselas llevaban meses repitiéndolo: preparen un kit de emergencia, por si acaso. Que cualquier día —sin previo aviso— puede venir el lobo. Quizás un apagón, un ciberataque, una tormenta solar...
Y nosotros, como siempre: “sí, sí, muy bonito, ya lo haré”. Pero la mayoría -la granmayoría- no lo hicimos. Y digo “la mayoría” porque ya sé que tú sí que lo hiciste. ¡Felicidades!
Pues ¡eso!, estábamos tan tranquilos, seguramente ante nuestro PC, dándole al curro, cuando de repente...
¡Zas!
Llegó el día que nunca iba a llegar. El día oscuro.
El 28 de abril de 2025, a las 12:33 h, todo se vino abajo. Eso que llamamos “la luz”, la red eléctrica, falló sin previo aviso en toda España y Portugal. En unos instantes toda España se quedó a oscuras, y lo digo como figura porque era mediodía y el sol brillaba con especial devoción ese día.
Pues sí, seguramente estábamos trabajando frente al ordenador o en el móvil, cuando, de pronto, perdimos la conexión. Internet no iba.
“¿Qué pasa?” —pensamos—. “Será el router”. Pero no. Ni router, ni nada. No había luz en la oficina. “Bueno, a ver...”.
Lo siguiente fue intentar llamar a alguien para preguntar si tenía luz, pero —¡ah, oh, gran sorpresa!— el móvil no funcionaba.
—¡My God, sin móvil! —nos dijimos. La nomofobia se apoderó de toda España.
Porque el apagón no solo interrumpió la luz: nos dejó sin red móvil, sin datos, sin GPS… incomunicación total. Bueno, total, total… no, aún quedaba el recurso de la radio, ese maravilloso invento del siglo pasado que nos permitió combatir la desazón de la incomunicación y mantenernos informados, aunque la aventura fue conseguirse un transistor, porque casi nadie tenía uno y los chinos y los paquis estaban a tope liquidando los pocos que tenían en stock.
La radio, ese maravilloso invento del siglo pasado que nos permitió combatir la desazón de la incomunicación y mantenernos informados
—¡Uff!
El apagón interrumpió la vida —bueno, quiero decir la vida cotidiana, la cotidianidad, tampoco exageremos—: personas atrapadas en ascensores, pacientes sin respiradores o en diálisis domiciliaria, trenes, metros y tranvías inmovilizados, pasajeros atrapados en túneles, embotellamientos urbanos, accidentes por semáforos apagados, cortes en autopistas, cajeros fuera de servicio, pagos con tarjeta imposibles, falta de dinero en efectivo, supermercados colapsados, sistemas de refrigeración fallidos, teletrabajo interrumpido, fábricas paralizadas, oficinas cerradas, servidores apagados, fallos en alarmas, cámaras de vigilancia apagadas, puertas electrónicas bloqueadas, estaciones de servicio cerradas, imposibilidad de realizar llamadas de emergencia, ambulancias sin localización, centros de salud colapsados, farmacias sin acceso a las recetas...
Pero, entre tanta oscuridad y parálisis, la calle se transformó —como ya ocurrió en la pandemia— en un simpático ejercicio de solidaridad y cooperación. Nos preguntábamos unos a otros si necesitábamos algo, compartíamos la poca información que teníamos, ofrecíamos ayuda... En medio del apagón, se encendió algo esencial: la humanidad, la solidaridad.
Como reza el título de este ensayo, el apagón nos pilló en pelotas. Y no será por falta de advertencias. La Comisión Europea llevaba tiempo dándonos la vara con la copla de que en cada hogar debía haber un kit de supervivencia de 72 horas. Ya no hablamos solo de guerras o pandemias, sino también de ciberataques, fallos en infraestructuras críticas o apagones generalizados como el que ocurrió este nuevo lunes negro.
Y, señores y señoras —que quiero ser inclusivo como mandan los tiempos—, este kit no es cuestión de ciencia ficción, es algo muy simple: agua embotellada, comida enlatada, radio a pilas, linterna, mechero, batería de repuesto para el móvil (cargada, claro), cocina portátil con gas, medicamentos, efectivo, cinta americana, pastillas de yodo, extintor, documentos de identidad, artículos de higiene... Lo básico para pasar tres días sin ayuda externa. Tres días. Ni más ni menos.
¿Tres días?... me gustaría saber qué haremos el cuarto día. Y los sucesivos.
Tomémonos este apagón como una prueba que —seamos honestos— nos pilló completamente desprevenidos. Pero ahora toca espabilar, porque ya sabes: estas cosas no avisan. Llegan así, de golpe, como la muerte —implacable, inevitable—, siempre certera, pero para la que casi nunca estamos listos.
Y para acabar, un aviso a navegantes: toma nota. Según un modelo de predicción alimentado por datos energéticos, riesgo geopolítico y actividad solar, elaborado por ChatGPT (esperemos que se equivoque), está previsto un nuevo apagón para el 12 de septiembre de 2025.
Esta vez, no digas que nadie te avisó.