Narciso 2.0 La era del Yo hipnótico
Narciso ya no se mira en un lago, sino en millones de pantallas conectadas
Hoy quiero viajar desde el siglo I a.C. hasta nuestros días, en un recorrido por el amor y la muerte desde el narcisista deleite de sentirse irresistiblemente atractivo hasta ese fatal instante en que dejamos de valorar el ser por la ilusión seductora del parecer.
¿Quién no conoce la leyenda de Narciso? Ese joven griego, espectacularmente bello, que, enamorado de su propia imagen, se acercaba cada día a un lago y se quedaba extasiado contemplando su imagen reflejada en su superficie. Tan perfecto se percibía, tan hipnótica le resultaba la visión de sí mismo, que fue incapaz de apartarse de ella. Y así, absorto en su imagen, olvidó el mundo, el tiempo, el hambre y la sed... y murió. Murió no por un castigo de los dioses a su vanidad, sino por algo más trágico: por no poder dejar de mirarse. Por quedar atrapado en su ilusión de perfección, preso de un amor imposible: el amor a sí mismo.
Hasta aquí, lo que nos cuenta la leyenda griega, forjada en el siglo I a.C., y su posterior versión romana, del poeta Ovidio, quien la inmortalizó en el año 8 d.C. en sus célebres Metamorfosis.
Y así, en un circuito infinito de espejos, cada cual busca su reflejo en el otro… sin llegar a mirar nunca de verdad.
Lo que ya no tantos conocen es el remate a la leyenda que le dio Oscar Wilde en 1894, en su brevísimo cuento El discípulo: un giro de esos tan suyos, donde la ironía y la belleza se mezclan con una dosis de veneno. Wilde no se entretiene en contarnos el drama del muchacho y su reflejo. En lugar de eso, nos sitúa directamente en el momento posterior a su muerte. Las ninfas del bosque lloran su pérdida, claro… pero lo que sorprende es que la laguna también llora, llora desconsoladamente. Intrigadas, las ninfas le preguntan al lago:
—¿Por qué lloras tú, tanto amabas a Narciso?
Y la laguna responde:
—¿Por Narciso? ¡No, qué va!
—Lloro por mí… porque cuando él se inclinaba sobre mí, yo veía reflejada en sus ojos mi propia belleza. Y ahora —sin Narciso— ya nunca más podré contemplar mi exquisita hermosura.
Mira por dónde: la vanidad no tiene límites. Y el amor, o más bien la idolatría al Ego, parece ser una pulsión que va más allá de los humanos... y alcanza incluso a la naturaleza.
Cuando acabé de leer este pasaje de Wilde lo vi claro: esto es exactamente lo que ocurre hoy en las redes sociales, me dije.
Instagram, TikTok, X, Facebook… no son lagunas, pero funcionan de la misma manera. Cuando accedemos y nos sumergimos en ellas no buscamos mirar al mundo, buscamos vernos reflejados. No nos asomamos a ellas para conocer a otros, sino para comprobar si los otros nos devuelven una imagen que nos guste de nosotros mismos.
Publicamos una foto, un pensamiento, una frase ingeniosa, un vídeo… y nos quedamos esperando. Esperando likes, corazones, fueguitos, aplausos virtuales. Lo que en apariencia es compartir, muchas veces es solo una forma de preguntarnos: ¿cómo me ven? ¿Cómo me reflejo en los ojos ajenos?
Y ahí está el riesgo. Como Narciso, corremos el peligro de quedar atrapados en nuestro propio reflejo digital. Alimentamos una imagen que nos parece perfecta, pero que exige constante atención: filtros, narrativa, validación… Creamos una versión de nosotros mismos que, si no recibe atención, se apaga. Y con ella, se apaga también parte de nuestra autoestima.
Pero no somos nosotros los únicos "culpables". Como en el cuento de Wilde, quienes nos miran —el público, los seguidores— buscan también su propia belleza en nuestros ojos. Nos siguen, sí, pero porque les devolvemos algo de lo que ellos quieren ver. Y así, en un circuito infinito de espejos, cada cual busca su reflejo en el otro… sin llegar a mirar nunca de verdad.
Las redes, que prometían conexión, se convierten entonces en una galería de reflejos, donde la imagen ha desplazado al encuentro, y el ego al diálogo.
Y quizá no muramos de hambre o sed, como Narciso. Pero sí podemos morir de algo parecido: de no ver más allá de nosotros mismos.
Así que, cuidado.
El mito de Narciso no es solo una advertencia sobre la vanidad, sino sobre el riesgo de confundir una imagen con la realidad. Cuando vivimos pendientes del reflejo que los demás nos devuelven —ya sea aprobación, admiración o envidia—, dejamos de mirar hacia fuera y empezamos a girar en círculo. Todo lo que no nos refleja, nos molesta o nos aburre. Todo lo que no alimenta el ego, lo ignoramos.
—¡Dios!
Y así, poco a poco, dejamos de ver al otro como es. Dejamos de escucharlo. De estar presentes, para seguir mirándonos indefinida, inútil e infructuosamente el propio ombligo.
El mayor peligro no es mirarse demasiado, sino dejar de ver el mundo más allá del espejo.
Y hoy, ese espejo ya no es un lago: es una pantalla… y tiene WiFi.
—Hala.
Tomás Cascante