Nietzsche y el Nuevo Dios Digital, de la Biblia a Twitter
Mismo rebaño, nuevo pastor: el algoritmo como religión moderna
Nietzsche y el Nuevo Dios Digital, de la Biblia a Twitter
Hoy en el metro observaba a dos personas, de las que no describiré raza, edad, género ni aparente condición social, que casi ansiosamente se alternaban para informarse mutuamente:
—Elon Musk ha confirmado que la Tierra es plana, lo vi en un post...
—Sí, además, dicen que la NASA nos ha estado engañando desde siempre…
—Pues un influencer explicó que el azúcar es en realidad un invento para manipularnos…
—¡Señor! —me he dicho—,
¿Cómo puede haber tanto individuo (por llamarlo de alguna manera) junto, alimentando su intelecto y actualizando su información a través de TikTok, X (Twitter), Facebook, Instagram, YouTube Shorts… etc., etc… casi ad infinitum?
Pero vayamos por pasos.
Retrocedamos un par de siglos. A finales del siglo XIX, mientras en Europa Nietzsche escribía El Anticristo, intentando desmontar las bases de la moral tradicional y analizando el alineamiento gregario del ser humano, al otro lado del Atlántico, en el Oeste americano, la conquista avanzaba con violencia: exterminio de indígenas, fiebre del oro, expansión del ferrocarril… Allí, en ese territorio de sangre y progreso, se estaba forjando —sin saberlo— la cuna de otro gran progreso alineador: el Silicon Valley. Lo que antes fueron tierras de pioneros y pistoleros, se ha convertido en el epicentro de la revolución digital, donde el algoritmo dicta las nuevas formas de sumisión.
Ojo, no quiero parecer reaccionario ni involucionista, todo lo contrario: yo personalmente aplaudo, suscribo y difundo diariamente el innegable y positivo avance de la ciencia y la tecnología de las que me declaro casi adorador. Solo quiero hacer notar que es en esa misma tierra donde ha nacido el nuevo Anticristo, de la mano de Elon Musk, Mark Zuckerberg, Sundar Pichai, Tim Cook, Sam Altman… por citar unos pocos, secundados y apoyados ahora por el omnipotente nuevo rey del mundo, Donald Trump. —Que Dios nos pille confesados.
Pasan los siglos, pero todo sigue igual: siempre obedientes, antes la cruz, ahora el algoritmo. Del altar a la pantalla, mismo rebaño, distinto pastor. El hecho es que nada ha cambiado; la cuestión es seguir surfeando por la superficie de la vida sin cuestionarse nada, comulgando con inmensas —pero hoy, tremendamente dulces y agradables— ruedas de molino.
Nietzsche, en el siglo XIX, en El Anticristo, describía a un hombre alienado, prisionero de su incapacidad de salirse de lo establecido y sometido por la moral cristiana y el peso de la tradición. Hoy, en un contexto totalmente distinto, tras el Mayo del 68, las luchas feministas, los movimientos por los derechos civiles y todas las revoluciones que parecían liberar al individuo, el hombre sigue siendo prisionero del sistema. Lo único que ha cambiado es su carcelero: ya no es la Iglesia ni el Estado, ahora son las redes sociales y el algoritmo (y los que están detrás de ellas, claro).
Esa pareja que he visto hoy en el metro, y desgraciadamente muchos miles de millones de pobladores del planeta (se estima que hay más de 5.000 millones de usuarios de redes sociales), creen que son más libres que sus antepasados, que ya no siguen dogmas religiosos ni responden a los dictados de la tradición. Sin embargo, su comportamiento no ha cambiado: siguen buscando validación externa, siguen necesitando un amo que les diga qué pensar y cómo actuar. En lugar del sacerdote, ahora es el influencer. En lugar de la Biblia, el timeline de Twitter. La moral impuesta sigue existiendo, pero ahora se esconde bajo el disfraz de lo viral, lo políticamente correcto y la economía de la atención.
Las redes, lejos de ser un espacio de emancipación, han creado una nueva forma de esclavitud, una en la que la opinión pública es moldeada por unos pocos, disfrazados de voces colectivas. La moral del esclavo que Nietzsche denunciaba sigue vigente, solo que ahora es administrada por likes y retuits en lugar de sermones y confesiones.
Y mientras la mayoría se pierde en la distracción y la histeria digital, los verdaderos amos del mundo han cambiado de rostro. Ya no son los reyes ni los sacerdotes, sino los titanes tecnológicos, los grandes barones del siglo XXI. Si antes el poder se sostenía en la fe y la espada, hoy se basa en el algoritmo y el capital. Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y otros de su estirpe han reemplazado a los monarcas de antaño. Son los nuevos nobles de la era digital, los amos de un mundo donde el control ya no se ejerce por la fuerza bruta, sino a través de la manipulación de la información, la recopilación de datos y el dominio de la infraestructura digital.
Si el hombre del XIX vivía con la mirada puesta en el cielo, esperando la salvación, el hombre del XXI vive con la mirada fija en la pantalla, esperando la próxima dosis de dopamina que le otorgue un poco de sentido a su vacío.
Y sin embargo, aunque todo parezca destinado al colapso, queda una pequeña luz de esperanza. Nietzsche no solo describió la decadencia del hombre, sino que también vislumbró una salida: el Übermensch, el superhombre, aquel que es capaz de destruir los valores impuestos y crear los suyos propios. La única salvación posible es la de aquel que se atreva a pensar por sí mismo, a desconectarse del rebaño digital, a vivir más allá de la aprobación de las masas y del yugo de las plataformas.
Quien quiera despertar, que despierte. Pero que lo haga rápido, antes de que el último resquicio de autonomía desaparezca para siempre.
Tomás Cascante